La senda del agua

Hace algún tiempo, mi amiga marinera quiso llevarme a un lugar donde el Camino de Santiago, aquel que perfila la costa verde del norte, se quiebra bruscamente a orillas del río Nalón. El sendero, que hasta entonces llaneaba por el valle, interrumpe su andadura en un embarcadero recóndito, desvencijado, idéntico al que siglos atrás sorprendiera a los peregrinos que hasta aquí llegaban.camino santiago

Lloviznaba ese día y era necesario cruzar el río para continuar la senda. Sentadas con las piernas colgando sobre el agua aún oscurecida por el sedimento del carbón, mi amiga me contó que los peregrinos contrataban los servicios de los barqueros que en este pequeño puerto se reunían para hacer negocio. Pero no eran hombres de bien los dueños de estas chalanas y, muchas veces, a mitad del recorrido, robaban la bolsa a los viajeros y los arrojaban a las aguas.

El camino implica estas apuestas a todo o nada. Jugarse la vida a cambio de cruzar un río no es un gran riesgo si la única alternativa supone quedarse varado en la orilla. Así que observamos al único pescador que fondeaba junto al destartalado amarre preguntándonos si no sería descendiente de aquella estirpe de malévolos barqueros, cuando un peregrino japonés surge de la nada y se acerca a nosotras tímidamente. Le miramos, nos mira, y una pregunta asoma a sus labios: ¿Santiago? Sonreímos. Al otro lado del río, señalamos. Tendrá que jugarse la vida si quiere seguir la senda porque aún no nació quien pudiese caminar sobre las aguas.

 

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